21 de Septiembre de 2013
Pamukkale significa en turco
“castillo de algodón”, un nombre muy poético para referirse a una colina de
color blanco de la que emanan aguas termales.
Con el paso del tiempo, de este
territorio propenso a los terremotos han surgido grandes cantidades de
bicarbonato y calcio, formando unas gruesas capas de piedra caliza que bajan en
forma de cascada por la ladera de la montaña. Estas formaciones, a causa de la
emanación de agua, han adquirido aspecto de terrazas que acumulan agua tibia.
Desde tiempos inmemoriales se
sabe que las zonas de aguas termales son idóneas para la salud de sus
habitantes. Los griegos lo sabían, y en el siglo II a.C. levantaron una ciudad
llamada Hierápolis en la cima de Pamukkale. Sin embargo, los constantes
terremotos han provocado que prácticamente todo lo que se conserva de
Hierápolis pertenezca a la urbe romana que la sucedió en los siglos II y III.
Todo esto ha hecho que Pamukkale
haya sido nombrada Patrimonio de la Humanidad. Y no sólo eso, sino que se trata
de un lugar único en la Tierra, sin nada que se le parezca en todo el mundo.
Nos levantamos temprano y en el jardín del hotel, junto a la piscina,
tomamos un desayuno turco, copioso y exquisito: tortilla francesa, pan casero,
tomate, queso fresco, aceitunas negras, pepino, miel, mantequilla, mermelada…
todo acompañado con té.
A un lado del pueblo se encuentra la entrada al Parque Natural de
Pamukkale. El complejo se divide en dos partes. En la misma falda de la montaña
hay un lago enorme, con un paseo que lo rodea, un restaurante con terraza y una
heladería. Empezando a subir la montaña ya se encuentran las taquillas para
acceder a las terrazas de aguas termales y la ciudad de Hierápolis en la cima.
Pagamos 20 TL. Nos obligan a quitarnos los zapatos y a pasar por una pequeña piscina
con agua y cloro. A partir de allí sólo está permitido andar descalzo o con
chanclas.
Antes de comenzar la subida
Es difícil describir este lugar. Y las fotos no reflejarán su belleza.
Nos encontramos pisando sobre una superficie
completamente blanca que a primera vista parece nieve. Por toda la
ladera, incluido los caminos que recorremos desciende una corriente de agua
tibia y poco profunda. Nuestra primera impresión es que el suelo estará
resbaloso, sin embargo, al ser piedra caliza, nuestro paso resulta
completamente seguro.
A medida que subimos nos vamos encontrando con distintas piscinas que
se han excavado entre las terrazas, de forma natural. Nos acompañan personas de
diversas nacionalidades: españoles,
franceses, japoneses, turcos obviamente, pero nos sorprende la cantidad de
turistas rusos. De hecho, y sin exagerar, más de la mitad de los visitantes con
que nos encontramos provienen de ese país.
Una vez arriba las vistas son espectaculares. Pero más impresionante,
si cabe, es encontrarnos frente a la ciudad grecorromana de Hierápolis.
Existe un museo de la ciudad, y numerosas ruinas que se pueden visitar
recorriendo las laderas de la montaña. Cuanto más os alejéis del centro de
Hierápolis, hacia las ruinas exteriores, más solos os encontraréis. El camino
es duro, y más al rayo del sol, pero merece la pena. No tendréis muchas
oportunidades de caminar entre restos de la civilización griega sin más
compañía que unas cuantas lagartijas curiosas.
El edificio más imponente del complejo, es sin duda el teatro, casi
completamente reconstruido por el Gobierno turco. De hecho, pudimos contemplar in situ los
trabajos de reconstrucción en los terrenos aledaños al mismo.
Teatro de Hierápolis
Cansados y sedientos almorzamos en el restaurante que se encuentra en
la misma entrada de la ciudad. Es enorme y en su jardín hay una piscina en la
que puedes bañarte. Pero no es una piscina al uso, en su fondo hay sumergidos,
impresionantes restos arquitectónicos de la ciudad que acabamos de visitar. Una
experiencia imborrable. Y desde luego a muy buen precio para el lugar donde
está.
Antes de emprender el regreso montaña abajo, es imprescindible recorrer
el camino que bordea la parte superior de las terrazas más altas, paseo que se
realiza sobre un entarimado de madera flanqueado por hermosos jardines y con
unas vistas espectaculares hacia el precipicio que se abre al final de las
terrazas.
A la vuelta nos encontramos con las piscinas repletas de gente y agradecemos
haber madrugado.
El resto del pueblo de Pamukkale no tiene en sí demasiado interés. Hay
una mezquita muy pequeña, frente a la cual se encuentra un restaurante llamado
Traverten Pide. Nos los recomendó el personal de nuestro hotel por ser bueno y
más barato que los de la zona turística. Pedimos para cenar su especialidad: unos
“pide”, una especie de pizzeta, en forma de barquita, del tamaño de un plato
pequeño (lo normal es pedir más de uno), y a la que le ponen encima diversos
ingredientes a elegir: quesos, verduras, carnes…
Mientras cenamos, y con el sonido de la última llamada a la oración del
día, ponemos fin a la jornada.
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