jueves, 11 de junio de 2015

TURQUÍA - Pamukkale

21 de Septiembre de 2013



                Pamukkale significa en turco “castillo de algodón”, un nombre muy poético para referirse a una colina de color blanco de la que emanan aguas termales.
                Con el paso del tiempo, de este territorio propenso a los terremotos han surgido grandes cantidades de bicarbonato y calcio, formando unas gruesas capas de piedra caliza que bajan en forma de cascada por la ladera de la montaña. Estas formaciones, a causa de la emanación de agua, han adquirido aspecto de terrazas que acumulan agua tibia.


                Desde tiempos inmemoriales se sabe que las zonas de aguas termales son idóneas para la salud de sus habitantes. Los griegos lo sabían, y en el siglo II a.C. levantaron una ciudad llamada Hierápolis en la cima de Pamukkale. Sin embargo, los constantes terremotos han provocado que prácticamente todo lo que se conserva de Hierápolis pertenezca a la urbe romana que la sucedió en los siglos II y III.
                Todo esto ha hecho que Pamukkale haya sido nombrada Patrimonio de la Humanidad. Y no sólo eso, sino que se trata de un lugar único en la Tierra, sin nada que se le parezca en todo el mundo.
Nos levantamos temprano y en el jardín del hotel, junto a la piscina, tomamos un desayuno turco, copioso y exquisito: tortilla francesa, pan casero, tomate, queso fresco, aceitunas negras, pepino, miel, mantequilla, mermelada… todo acompañado con té.


A un lado del pueblo se encuentra la entrada al Parque Natural de Pamukkale. El complejo se divide en dos partes. En la misma falda de la montaña hay un lago enorme, con un paseo que lo rodea, un restaurante con terraza y una heladería. Empezando a subir la montaña ya se encuentran las taquillas para acceder a las terrazas de aguas termales y la ciudad de Hierápolis en la cima. Pagamos 20 TL. Nos obligan a quitarnos los zapatos y a pasar por una pequeña piscina con agua y cloro. A partir de allí sólo está permitido andar descalzo o con chanclas.

Antes de comenzar la subida

Es difícil describir este lugar. Y las fotos no reflejarán su belleza. Nos encontramos pisando sobre una superficie  completamente blanca que a primera vista parece nieve. Por toda la ladera, incluido los caminos que recorremos desciende una corriente de agua tibia y poco profunda. Nuestra primera impresión es que el suelo estará resbaloso, sin embargo, al ser piedra caliza, nuestro paso resulta completamente seguro.
A medida que subimos nos vamos encontrando con distintas piscinas que se han excavado entre las terrazas, de forma natural. Nos acompañan personas de diversas  nacionalidades: españoles, franceses, japoneses, turcos obviamente, pero nos sorprende la cantidad de turistas rusos. De hecho, y sin exagerar, más de la mitad de los visitantes con que nos encontramos provienen de ese país.


Una vez arriba las vistas son espectaculares. Pero más impresionante, si cabe, es encontrarnos frente a la ciudad grecorromana de Hierápolis.
Existe un museo de la ciudad, y numerosas ruinas que se pueden visitar recorriendo las laderas de la montaña. Cuanto más os alejéis del centro de Hierápolis, hacia las ruinas exteriores, más solos os encontraréis. El camino es duro, y más al rayo del sol, pero merece la pena. No tendréis muchas oportunidades de caminar entre restos de la civilización griega sin más compañía que unas cuantas lagartijas curiosas.
El edificio más imponente del complejo, es sin duda el teatro, casi completamente reconstruido por el Gobierno turco.  De hecho, pudimos contemplar in situ los trabajos de reconstrucción en los terrenos aledaños al mismo.

Teatro de Hierápolis

Cansados y sedientos almorzamos en el restaurante que se encuentra en la misma entrada de la ciudad. Es enorme y en su jardín hay una piscina en la que puedes bañarte. Pero no es una piscina al uso, en su fondo hay sumergidos, impresionantes restos arquitectónicos de la ciudad que acabamos de visitar. Una experiencia imborrable. Y desde luego a muy buen precio para el lugar donde está.


Antes de emprender el regreso montaña abajo, es imprescindible recorrer el camino que bordea la parte superior de las terrazas más altas, paseo que se realiza sobre un entarimado de madera flanqueado por hermosos jardines y con unas vistas espectaculares hacia el precipicio que se abre al final de las terrazas.


A la vuelta nos encontramos con las piscinas repletas de gente y agradecemos haber madrugado.


El resto del pueblo de Pamukkale no tiene en sí demasiado interés. Hay una mezquita muy pequeña, frente a la cual se encuentra un restaurante llamado Traverten Pide. Nos los recomendó el personal de nuestro hotel por ser bueno y más barato que los de la zona turística. Pedimos para cenar su especialidad: unos “pide”, una especie de pizzeta, en forma de barquita, del tamaño de un plato pequeño (lo normal es pedir más de uno), y a la que le ponen encima diversos ingredientes a elegir: quesos, verduras, carnes…



Mientras cenamos, y con el sonido de la última llamada a la oración del día, ponemos fin a la jornada. 

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